Las lecturas de este domingo nos presentan un problema higiénico y social como el que estamos viviendo nosotros en este tiempo de pandemia. El libro del levítico manda a todos aquéllos que adolecen la enfermedad de la lepra de vivir fuera del campamento, de apartarse de la sociedad. Esta ley no es para nada baladí: la lepra era un problema de salud muy grave. Aquéllos que padecían tal enfermedad se les reconocía de lejos: su piel se iba cayendo a trozos y no se volvía a regenerar, aparecían miembros gangrenados, y poco a poco la enfermedad afectaba también a los órganos internos, produciendo úlceras y derrames internos de sangre, hasta que al final el enfermo, sin remedio, moría al exhaurir los recursos de su propio cuerpo. Unida a la terrible situación de enfermedad, se unía una terrible situación de aislamiento social. Los enfermos de lepra no son bonitos de ver, con todos esos colgajos y úlceras abiertas; su olor, como es de suponer, tampoco es muy agradable, a carne podrida debían oler (recordemos el cuarto cántico de Isaías dónde se dice que el profeta de la Nueva Alianza no era para nada atrayente). Finalmente, la enfermedad, producida por una infección, era altamente contagiosa: todo aquél que se atreviese a acercarse a un leproso se exponía a contraer también la lepra. Por eso era necesario apartarlos de la sociedad, para evitar la propagación de la enfermedad.
Hoy nos encontramos con una situación muy similar. Cambiemos la lepra por el coronavirus, y el resto lo podemos mantener casi intacto. Aquéllos que contraen el virus del Sars-Cov2 también padecen un conjunto de dolencias graves: la neumonía es el epifenómeno más visible, por la sensación de ahogo que produce, pero también se observan síntomas como sarpullidos y enrojecimiento de la piel, dolor de cabeza, cansancio generalizado, incapacidad para concentrarse, y otros cambios sobre el propio cuerpo humano. Dado que este virus es también una infección muy contagiosa, aquél que lo contrae debe de realizar un aislamiento para prevenir la propagación de virus, es decir, es excluido, aunque temporalmente, de la sociedad, a fin de proteger a la sociedad. Es verdad que hoy en día poseemos de múltiples medios de comunicación que nos permiten no estar tan lejos de nuestras comunidades; pero el contacto físico, aquél contacto que todos queremos sentir, debe de ser aplazado en el tiempo.
Hoy, aquél leproso del evangelio le dice a Jesús: Si quieres, puedes limpiarme. Con la limpieza del cuerpo el sanado recupera la salud y recupera las relaciones sociales, vuelve a ser admitido a la comunidad. Y con la limpieza del alma, el pecador queda sanado de sus faltas y recupera la relación con Dios y la comunión con la Iglesia, la comunidad de vida y de fe.
En medio de esta pandemia que nos asola exteriormente debemos ser más fuertes que el pecado y permitir que Jesucristo derrame su gracia sobre nosotros a fin de que nuestras heridas queden sanadas y nosotros volvamos a ser admitidos a la comunión.
Finalmente quiero hacer un último llamamiento, en línea más pastoral: hace ya casi un año que empezó todo el problema del coronavirus, los toques de queda, los cierres perimetrales en ciudades, los cierres de locales y negocios… y aún hoy en día queda mucha gente que no puede salir libremente a la calle porqué padece la enfermedad, o bien porqué es persona de riesgo, o bien porqué tiene miedo. Cuánto dolor nos hace el miedo! Tenemos que ser valientes y hacer frente a la soledad acercándonos a nuestros familiares, amigos y conocidos, a nuestros queridos y prójimos, mediante una llamada telefónica, un mensaje de WhatsApp, un vídeo… Hoy, en este mundo donde las tecnologías de la comunicación parece que nos hayan imbuido en un estado individualista y muchas veces aletargado, debemos aprovecharlas para estar en contacto con aquéllos a quien más queremos.